15/5/06

Radiohead rocks in Blackpool. El viaje
Llegamos al aeropuerto de Girona 2 horas antes, como a mí me gusta, donde nos esperan D y R haciendo cola. El personal que nos acompañará en el vuelo se dedica a pedir vodkas en el bar, mientras aprovechan los últimos rayos de sol para enrojecer un poco más alguna parte de su cuerpo que se había salvado de la quema.
Tras un vuelo de lectura y un taxi de lo más amable, llegamos al Bed & Breackfast. Nos atiende Pit, un tipo simpático, de curiosa barriga cervecera, con un acento especial y un odio visceral a la ciudad donde vive. Ah, me olvidaba, también es un futbolero de cojones, aunque eso se le supone a cualquier británico. Las habitaciones son pequeñas y muy agradables, y tienen cantidad de cacharrillos raros para controlar el consumo de luz y agua. La nota negativa es la cama, que con sólo acariciar el colchón ya puedo notar todos los alambres y muelles del interior. Salimos a comer (fish, chips and peas) y pasear por los parques de atracciones y las salas de tragaperras de las afueras. Terminamos en un bar, Guiness en mano, viendo cantar canciones relentizadas a un tío bastante curioso. Todavía no nos hacemos a la idea de lo que es Blackpool, aunque me paso la noche cagándome en sus camas, sus muelles y la madre que los parió a todos juntos.
Un desayuno a base de judías, bacon, huevos y salchichas resucita un muerto, que era más o menos como me sentía por la mañana, así que coge la mochila y venga, a conocer el centro urbano de la city. Para que os situéis, Blackpool es el lugar de vacaciones, farras, despedidas de soltero y cosas por el estilo, de los ingleses que no tienen pasta ni para ir a Lloret. Vaya, un encanto de lugar. Supermercados (no llegan a tener un centro comercial de verdad), tiendas de recuerdos horribles, muchas salas de tragaperras, millones de bares, parques de atracciones cutres a más no poder y un sinfín de horteradas. Pit tenía razón, vaya asco de lugar. Paseamos por allí, algunas compras en las pocas tiendas aceptables, comemos en un pub, hacemos el perraco en el Starbucks y al concierto. Del concierto hoy no hablo, dedicaré un post sólo para ello otro día; que sepáis que salí flipando y no dejé de flipar hasta llegar a la cama; en realidad, ahora que lo pienso, me parece que todavía no he dejado de flipar.
A la mañana siguiente, con las fuerzas que da el poder dormir (contra el cansancio no hay muelles que valgan) y el desayuno inglés, cogemos un tren y para Liverpool. Allí, en un tren del año de la quica, con parejas muy jóvenes y varios hijos en su haber, con el mito de la puntualidad inglesa por el suelo y hojeando lo que ellos califican de prensa seria, me doy cuenta de que este país no es lo que nos venden.
Por fin en Liverpool, en una ciudad civilizada donde no todos los hombres están borrachos y tatuados, aunque si todos visten de rojo y blanco por la victoria de su equipo de futbol. Visitamos una triste The Cavern y un mejor de lo esperado museo de los Beatles. Curiosamente, salgo del museo con la idea reforzada de que la mejor banda de rock (eso es lo que dicen) lo fue sólo por una coincidencia de lugar y momento adecuado, que supieron ver no ellos sino sus managers. No puedo visitar la Tate, no hay tiempo.
De regreso al foso cultural que es Blackpool, un taxista nos empieza a contar refranes en castellano. El tío es un campeón, sabe muchos más que yo. En el aeropuerto esperamos pacientemente. Llegamos a casa bastante tarde y caemos rendidos en la cama. Quiero dormir.