19/1/04

Si es que no tenemos edad
En ocasiones quedo con la gente de Barcelona para jugar un partido de básquet. Esto no sucede muy a menudo, 3 o 4 veces por año, y casi diría que es la única vez que hago algo de deporte. No niego que podría ir al gimnasio un par de veces a la semana, pero entre el curro, la guitarra, el inglés y el cine os aseguro que no me sobra el tiempo.
La cuestión es que el sábado que toca partidillo te lo coges con muchas ganas. Te levantas temprano, sacas la bolsa de deporte de debajo de la cama, le limpias todo el polvo acumulado y metes cuidadosamente el material necesario para una jornada deportiva. Al llegar al gimnasio (el Europolis) saludas a los colegas, te cambias y empieza la serie de calentamiento. Llegado a este punto te das cuenta de que has olvidado lo poco que sabías de tan honorable deporte; es más, te preguntas si alguna vez has jugado medio decentemente.
A la misma velocidad que caen los partidillos tu cuerpo experimenta una metamorfosis que te convierte en un ser espeluznante. La cara se te hincha, todo tu estás rojo, soplas cual toro antes de embestir y te arrastras por el parquet empapado de sudor. Una imagen digna de aparecer en el National Geographic. Y a esto hay que sumar el conjunto de dolores que luchan por demostrarte la existencia de partes de tu cuerpo que desconocías. Por si fuera poco resulta que estás jugando de pena.
Lo mejor viene un par de días después, para ser exactos, hoy. Las agujetas se han apoderado de todo mi cuerpo y camino cual robot por la oficina. Me duele estar de pie, me duele estar sentado, me duelen los dedos de los pies y de las manos, los brazos, el cuello... todo, absolutamente todo. Esa es la grandeza del deporte, que si no lo practicas te jodes, pero si lo practicas también.

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