Reflexiones con pase de expositor
Una semana de feria da para mucho más que cansancio y abatimiento. Para empezar te das cuenta de que a los proveedores les tienes que llevar atados muy corto, y que ni por esas serás capaz de controlarles como a ti te gustaría. Descubres que el tipo duro del almacén que viene a ayudarte en realidad es como un gruyere, lleno de agujeros y flaquezas. Sin gustarte lo más mínimo ves como el estrés y el nerviosismo del “no vamos a llegar” te convierten en un hijodeputa, y la pobre compañera que solo quiere ayudar se gana todas tus broncas. También disfrutas de algunos momentos felices, como cuando la puta secretaria que pasa el 90% de su tiempo en la oficina mano sobre mano, se pone aquí histérica por que nadie le ayuda en sus tareas, o cuando a alguien se le ocurre felicitarte por tu trabajo. Recuerdas aquello de “nadie conoce a nadie” cuando el tipo que considerabas un capullo resulta ser buena gente, y te entristeces por que una buena compañera aprovecha el viaje para hacer una entrevista y casi seguro que le darán el cargo.
Sobre todas estas cosas, la semanita de marrones, de 13 horas diarias de trabajo, de aguantar a comerciales falsos, de trabajo ingrato y de mucho estrés, me ha abierto los ojos sobre una cosa que con los cafés y la hora de comer en la oficina me había pasado desapercibida: En el trabajo estoy tan solo como fuera de él.
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