Un cuento
No le gustaba nada ir solo a ningún sitio. Le parecía que todo el mundo lo miraba y se reía, como pensando que el muy tonto no tenia ni amigos ni novia, y eso no era verdad; tenia unos cuantos amigotes, y era con ellos con los que iba a tomar un café, al cine o a cualquier lugar. Ir solo de fiesta un sábado por la noche sería la típica cosa que el no haría jamás de la vida. Pero ese día lo hizo. Sin saber muy bien por que se sentó en el coche y dejó que el volante y la brisa que entraba por la ventana medio abierta lo guiasen.
Terminó delante de unas carpas. Allí estaba, comprando la entrada para un lugar del que no le gustaba ni la música ni la gente. Estuvo paseando un rato, viendo a la gente cantar y bailar. Caminaba como ausente, sorteando los borrachos y las copas. No pensaba ni interactuaba con los demás, tan solo estaba.
Un poco más tarde le pareció que allí ya no pintaba nada y se fue. Mientras caminaba al lado de la larguísima cola de coches aparcados sintió que algo no funcionaba. Algo se movía en su estómago. Apenas había tomado la consumición de la entrada, así que borrachera no podía ser. En cualquier caso tampoco le pareció muy extraño cuando notó la necesidad de vomitar. De pié y abriendo las piernas como para alejarlas de posibles salpicones esperó a que pasase lo inevitable. Pero con la primera arcada no salió nada de lo habitual, sino que de la boca se entrevió una larga y bífida lengua que pronto se convirtió en la cabeza de una serpiente. Sin asustarse lo más mínimo el chico continuó empujando hasta que sacó un poco más del cuerpo de aquel animal. Entonces, cuando la serpiente ya se podía mover lo suficiente como para girar la cabeza, los dos se quedaron mirando y ella asintió, como dando su aprobación, y él la cogió por detrás de la cabeza y tiró hasta sacarla de dentro. Del esfuerzo cayó al asfalto extenuado, recuperando la respiración, pero tranquilo y relajado como nunca. Ella pasó un buen rato restregándose por el suelo para sacar la bilis que impregnaba sus escamas; después se acercó lentamente a la cara del chico, todavía tumbado, y se miraron un buen rato hasta que ella empezó a encorvar su cuerpo en posición amenazante. Entonces él levantó el dedo, lo puso entre los dos y dijo: “No me amenaces. Somos la misma persona”. La serpiente, sin cambiar su postura, empezó a recular hasta desaparecer detrás de unos matorrales.
Al poco rato el chico llegó a su casa. Era temprano, las dos o las tres de la madrugada, así que se puso a hacer zapping un rato. No le sorprendía nada de lo que esa noche le había pasado y eso era, justamente, lo que más le extrañaba. Delante de la televisión, tumbado en el sofá, se quedo dormido y descansó como un niño durante muchas horas.
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